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De la Tierra a la Luna

IX
La cuestión de las pólvoras

Quedaba por discutir la cuestión de las pólvoras.

El público esperaba con verdadera ansiedad el resultado de esta última sesión. Dados el grosor del proyectil y la longitud del cañón, ¿cuál sería la cantidad de pólvora necesaria para producir la impulsión? Este agente devastador, cuyos efectos, sin embargo, ha conseguido dominar el hombre, estaba llamado a desempeñar su papel en proporciones insólitas.

Se cree, generalmente, y se repite sin cesar, que la pólvora fue inventada en el siglo XIV por el fraile Schwartz, cuyo descubrimiento le costó la vida. Pero en la actualidad está casi probado que esta historia se debe colocar entre las leyendas de la Edad Media. La pólvora no ha sido inventada por nadie; resulta directamente del fuego griego, compuesto como ella de azufre y salitre, si bien estas mezclas, que en el fuego griego no eran más que mezclas de dilatación, en la pólvora, tal como se conoce actualmente, al inflamarse producen un estrépito.

  El fraile Schwartz inventa la pólvora  

Pero si bien los eruditos conocen perfectamente la falsa historia de la pólvora, pocos son los que saben darse cuenta de su poder mecánico, sin cuyo conocimiento no es posible comprender la importancia del asunto sometido a la comisión.

Un litro de pólvora pesa aproximadamente dos libras (novecientos gramos), y produce, al inflamarse, cutrocientas libras de gases, que haciéndose libres, y bajo la acción de una temperatura elevada a dos mil cuatrocientos grados, ocupan el espacio de cuatro mil litros. El volumen de la pólvora es, pues, a los volúmenes de los gases producidos por su combustión o deflagración lo que uno es a cuatro mil. Júzguese cuál debe ser el ímpetu de estos gases cuando se hallan comprimidos en un espacio cuatro mil veces reducido para contenerlos.

He aquí lo que sabían perfectamente los miembros de la comisión cuando se citaron para la tercera sesión. Barbicane concedió la palabra al mayor Elphiston, quien había sido durante la guerra director de las fábricas de pólvora.

-Mis buenos camaradas -dijó el distinguido químico-, vamos a enumerar unos guarismos irrecusables que nos servirán de base. La bala de veinticuatro de que hablaba ayer el respetable J. T. Maston en términos tan poéticos, sale de la boca de fuego empujada por dieciséis libras de pólvora.

-¿Está seguro de la cifra? -preguntó el presidente.

-Absolutamente seguro -respondió el mayor-. El cañón Armstrong no se carga más que con setenta y cinco libras de pólvora para arrojar un proyectil de ochocientas libras, y el Columbiad Rodman, no gasta más que ciento setenta libras de pólvora para enviar a seis millas de distancia su bala de media tonelada. Éstos son hechos acerca de los cuales no cabe la menor duda, pues los he comprobado yo mismo en las actas de la Junta de Artillería.

-Perfectamente -respondió el general.

-De estos guarismos -repuso el mayor- se deduce que la cantidad de pólvora no aumenta con el peso de la bala. En efecto, si bien se necesitan dieciséis libras de pólvora para una bala de veinticuatro, o, en otros términos, si bien en los cañones ordinarios se emplea una cantidad de pólvora cuyo peso es dos terceras partes el del proyectil, esta proporción no es constante. Calculen y veran que para una bala de media tonelada, en lugar de trescientas treinta y tres libras de pólvora, se reduce esta cantidad a ciento sesenta libras solamente.

-¿Y de eso que se pretende deducir? -preguntó el presidente.

-Si lleva la teoría al último extremo, mi querido mayor -dijo J. T. Maston-, resultará que cuando una bala tenga un peso suficiente, no se necesitará pólvora alguna.

-Mi amigo Maston se chancea hasta en las ocasiones más solemnes -replicó el mayor-, pero tranquilícese; no tardaré en proponerle cantidades de pólvora que dejarán satisfecho su amor propio de artillero. Pero tenía interés en dejar consignado que durante la guerra, la experiencia demostró que para cargar piezas de mayor calibre, el peso de la pólvora podía reducirse a una décima parte del que tiene la bala.

-No hay nada más exacto -dijo Morgan-. Pero antes de determinar la cantidad de pólvora necesaria para dar el impulso, opino que convendría ponernos de acuerdo sobre su naturaleza.

-Emplearemos la pólvora de grano grueso -respondió el mayor-, porque su deflagración es más rápida que la de la pólvora fina.

-Sin duda -replicó Morgan-, pero se desmenuza más fácilmente y altera el ánima de las piezas.

-Lo que sería un inconveniente para un cañón destinado a un largo servicio, pero no para nuestro Columbiad. No corremos riesgo alguno de explosión, y necesitamos que la pólvora se inflame instantáneamente para que su efecto mecánico sea completo.

-Podríamos -dijo J. T. Maston- abrir varios agujeros para aplicar el fuego a un mismo tiempo a distintos puntos.

-Sin duda -respondió Elphiston-, pero complicaríamos la operación. Me atengo, pues, a mi pólvora de grano grueso que allana todas las dificultades.

-Sea -respondió el general.

-Para cargar su Columbiad -añadió el mayor- Rodman empleaba una pólvora de granos gruesos como castañas, hecha con carbón de sauce, tostado sencillamente en calderas de hierro fundido. Era una pólvora dura y brillante, que no manchaba la mano; contenía una gran proporción de hidrógeno y de oxígeno, se inflamaba instantáneamente y, aunque muy desmenuzable, no de-terioraba sensiblemente las bocas de fuego.

-Me parece, pues -respondió J. T. Maston-, que no debemos vacilar y que la elección está hecha.

-A no ser que prefieran la pólvora de oro -replicó el mayor riendo, lo que le valió un ademán amenazador con que le contestó la mano postiza de su susceptible amigo.

Hasta entonces, Barbicane se había abstenido de tomar parte en la discusión. Dejaba hablar y escuchaba. Evidentemente meditaba algo. Se contentó con preguntar sencillamente:

-¿Y ahora, amigos, qué cantidad de pólvora proponen?

Los tres miembros del Gun-Club se miraron mutuamente por un instante.

-Doscientas mil libras -dijo, por fin, Morgan.

-Quinientas mil -replicó el mayor.

-Ochocientas mil -exclamó J. T. Maston.

Esta vez, Elphiston no se atrevió a calificar a su colega de exagerado. En efecto, se trataba de enviar a la Luna un proyectil de veinte mil libras, dándole una fuerza inicial de doce mil yardas por segundo. Siguió a la triple proposición hecha por los tres colegas un momento de silencio.

El presidente Barbicane lo rompió.

-Mis bravos camaradas -dijo con voz tranquila-: yo parto del principio de que la resistencia de nuestro cañón, construido en las condiciones requeridas, es ilimitada. Voy, pues, a sorprender al distinguido J. T. Maston diciéndole que ha sido tímido en sus cálculos, y propongo duplicar sus ochocientas mil libras de pólvora.

-¿Un millón seiscientas mil libras? -exclamó J. T. Maston saltando de su asiento.

-Como lo digo.

-Pero entonces fuerza será recurrir a mi cañón de media milla de longitud.

-Es evidente-dijo el mayor.

-Un millón seiscientas mil libras de pólvora -repuso el secretario de la comisión- ocuparán aproximadamente un espacio de veintidós mil pies cúbicos1 y como nuestro cañón no tiene más que una capacidad de cincuenta y cuatro mil pies cúbicos2 quedará cargado de pólvora hasta la mitad y el ánima no será bastante larga para que la expansión de los gases imprima al proyectil un impulso suficiente.

La objeción no tenía réplica. J. T. Maston estaba en lo justo. Todos miraron a Barbicane.

-Sin embargo -continuó el presidente-, se necesita la cantidad de pólvora que he dicho. Piénsenlo bien, un millón seiscientas mil libras de pólvora producirán seis mil millones de litros de gas. ¡Seis mil millones! ¿Han oído?

-¿Pero, entonces, cómo hacerlo?-preguntó el general.

-Muy sencillamente. Es preciso reducir esta enorme cantidad de pólvora conservándole íntegra su potencia mecánica.

-¡Bueno! Pero ¿cómo?

-Se los diré -respondió tranquilamente Barbicane.

Sus interlocutores le miraban ávidamente.

-Nada, en efecto, es más fácil -dijo- que reducir esta masa de pólvora a un volumen cuatro veces menos con-siderable. Todos conocen esa curiosa materia que constituyen los tejidos elementales de los vegetales, llamada celulosa.

-¡Ah! -dijo el mayor, lo comprendo, mi querido Barbicane.

-Esa materia -prosiguió el presidente- se obtiene en toda su pureza en varios cuerpos, especialmente en el algodón, y no es más que la pelusa de los granos del algodonero. El algodón, combinado con el ácido azótico en frío, se transforma en una sustancia eminentemente explosiva. En 1832, Braconnot, químico francés, descubrió esta sustancia, a la cual dio el nombre de xiloidina. En 1838, Pelouze, otro francés, estudió sus diversas propiedades, y, por último, en 1846, Shonbein, profesor de química en Basilea, la propuso como pólvora de guerra. Esta pólvora es el algodón azótico...

-O piróxilo -respondió Elphiston.

-O fulmicotón-replicó Morgan.

-¿No hay un solo nombre americano que pueda ponerse al pie de este descubrimiento? -exclamó J. T. Maston a impulsos de su amor propio nacional.

-Ni uno, desgraciadamente -respondió el mayor.

-Sin embargo -repuso el presidente-, debo decir, para halagar el patriotismo de Maston, que los trabajos de un conciudadano nuestro se refieren al estudio de la celulosa, pues el colodión, uno de los principales agentes de la fotografía, no es más que piróxilo disuelto en el éter con adición de alcohol, y ha sido descubierto por Maynard, que estudiaba entonces medicina en Boston.

-¡Pues hurra por Maynard y por el fulmicotón! -exclamó el entusiasta secretario del Gun-Club.

-Volvamos al piróxilo -repuso Barbicane-. Conocemos sus propiedades, por las cuales va a ser para nosotros tan precioso. Se prepara con la mayor facilidad, sumergiendo algodón en ácido azótico humeante3, por es-pacio de quince minutos, lavándolo después en agua corriente y dejándolo secar.

-Nada, en efecto, más sencillo -dijo Morgan.

-Además, el piróxilo es inalterable a la humedad, cualidad preciosa para nosotros, que necesitaremos muchos días para cargar el cañón; se inflama a los ciento setenta grados en lugar de a doscientos cuarenta, y su deflagración es tan instantánea que se inflama sobre la pólvora ordinaria sin que tenga tiempo de arder.

-Perfectamente -respondió el mayor.

-Sólo que cuesta más cara.

-¿Qué importa? -dijo J. T. Maston.

-Por último, comunica a los proyectiles una velocidad cuatro veces superior que la que les da la pólvora ordinaria. Y si se mezclan con el piróxilo ocho décimas de su peso de nitrato de potasa, su fuerza expansiva aumenta considerablemente.

-¿Será necesaria esa mezcla? -preguntó el mayor.

-Me parece que no -respondió Barbicane-. Así pues, en lugar de un millón seiscientas libras de pólvora, nos bastarán quinientas libras de fulmicotón, y como no hay peligro en comprimir quinientas libras de algodón en un espacio de veintiséis pies cúbicos, esta materia no ocupará en el Columbiad más que una altura de treinta toesas. Así recorrerá la bala más de setecientos pies de ánima bajo el impulso de seis mil millones de litros de gas antes de emprender su vuelo en dirección al astro de la noche.

Al oír estas palabras, J. T. Maston no pudo reprimir su entusiasmo, y con la velocidad de un proyectil se arrojó a los brazos de su amigo, al cual hubiera derribado, si Barbicane no hubiese sido un hombre hecho a prueba de bomba.

Este incidente fue el punto final de la tercera sesión de la comisión. Barbicane y sus audaces colegas, para quienes no había nada imposible, acababan de resolver la cuestión tan compleja del proyectil, del cañón y de la pólvora. Formando su plan, ya no faltaba más que ejecutarlo.

-Poca cosa, una bagatela -decía J. T. Maston.


1. Poco menos de ochocientos metros cúbicos
2. Dos mil metros cúbicos.
3. Llamado así, porque al contacto del aire húmedo despide espesas humaredas blanquecinas.


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