Una visita a Jules Verne

por

Edmondo De Amicis

Publicada en la revista Nuova Antologia en marzo de 1897

Traducción española: Cristian Tello De La Cruz y Ariel Pérez

Frecuentemente citada, esta entrevista titulada “Una visita a Jules Verne” apareció por primera vez en Nuova Antologia el primero de noviembre de 1896. Luego fue reproducida en Memorie de De Amicis (Milán, Fratelli Treves, 1900). La visita tuvo lugar el 20 de octubre de 1895. De Amicis se hizo acompañar de sus hijos. Si bien esta entrevista aporta poco de Jules, De Amicis hace en ella una descripción interesante del autor, así como de su esposa.

Encontramos a Jules Verne en Amiens, donde permanece todo el año, a dos horas y media de París por ferrocarril. Una carta escrita por él a mi buen amigo Caponi me aseguraba que su recibimiento sería más que amable, y esa certeza hizo más vivo mi viejo deseo, y el de mis dos hijos que estaban conmigo, de conocer personalmente al amado y admirado autor de Los Viajes Extraordinarios. Nunca habíamos visto una fotografía suya, por consiguiente era completamente desconocido para nosotros a no ser por sus libros. En el camino hablamos del hecho curioso que los lectores de este escritor francés tan celebrado, y que aún vive, tenían tan poca información sobre él, mientras que de todos los demás escritores se conoce, con detalle y abundancia, sobre sus carácteres y sus vidas, como conocemos la de los reyes y los emperadores. Ese misterio aumentaba nuestra curiosidad.

Llamamos a la puerta de una casa particular, situada en la entrada de una calle desierta de un barrio residencial que parecía desierto. Una mujer nos abrió la puerta, y nos hizo cruzar un pequeño jardín para entrar luego en una habitación, en la planta baja, que estaba llena de luz. De repente Jules Verne apareció, recibiéndonos con la cara sonriente y los brazos abiertos.

Si lo hubiera conocido sin saber quien era, y me hubiesen preguntado su profesión, habría dicho que se trataba de un general jubilado del ejército, o de un profesor de Física y Matemáticas, o quizás un jefe del gabinete de un ministerio, pero nunca un artista. No aparenta sus casi ochenta años1, es como de la estatura de Giuseppe Verdi, con una cara seria y amable sin la vivacidad característica de un artista, ni en la mirada ni en la palabra, sus modales son muy simples, imprimiendo una gran sinceridad en cada una de sus manifestaciones, ya fuesen las más fugaces de sentimiento o pensamiento; el lenguaje, el porte, la manera de vestir, son las de un hombre que considera que las apariencias no son absolutamente algo a tomar en cuenta. Mi primera sensación, después del placer de verlo, fue el de la estupefacción. Aparte de la mirada amistosa y el comportamiento afable, no podía reconocer nada en común con el Verne que estaba de pie ante mí con aquel que había imaginado. Volvieron a mí las palabras de un amigo mío en Turín que me había dicho, mitad en broma, mitad en serio: “¿Va usted a ver a Jules Verne? pero... ¡Jules Verne no existe! ¿No sabe usted que los Viajes Extraordinarios son hechos por una sociedad de escritores que ha tomado ese nombre  como seudónimo colectivo?”

Mi sorpresa aumentó cuando, inducido a hablar sobre sus obras, habló de ellas con un aire abstraído, como si lo hubiera hecho de los textos escritos por alguien más, o más bien de cosas a las cuales no les veía merito alguno, de una colección de sellos o monedas que había adquirido, y de la cual se ocupaba más por la necesidad de hacer algo que por la pura pasión por el arte. Varias veces, al inicio, trató de girar la conversación sobre él hacia alguien más, y no teniendo éxito en esto, la hizo recaer amablemente sobre sus dos jóvenes visitantes. Pero, una pregunta directa lo forzó a hablar sobre su modo de concebir y escribir una novela, y lo hizo en pocas palabras con gran simplicidad y admirable claridad.

Contrariamente a lo que había pensado, lo primero que hace no es imaginar sus personajes ni los hechos de las novelas que va a escribir, para luego comenzar a hacer las investigaciones del país o países que son escena de sus historias. Por el contrario, Verne lee primero acerca de la historia y la geografía de los países, como si tuviera por única intención nada más que describirlos total y minuciosamente. Sus personajes, los hechos principales y los episodios de su historia, van tomando forma en su mente durante la lectura, en la cual no avanza con la curiosidad fija y el frenesí de un buscador de notas que servirían para otra cosa, sino con el amor y el placer de un apasionado de este tipo de estudios. En cuanto a los conocimientos variados que necesita y que en sus novelas son abundantes, tanto en Física, Química, Astronomía, e Historia Natural, hace mucho tiempo que no necesita buscarlas una y otra vez en las obras científicas que  fueron sus lecturas favoritas desde temprana edad, porque o bien las tiene en la memoria o las puede encontrar en una enorme colección de notas que ha obtenido y constantemente obtiene de libros, revistas y periódicos, sin descuidar aquellas referentes a los viajes, descubrimientos, fenómenos, acontecimientos o personajes singulares que piense que pueda usar de una manera u otra en alguno de sus futuros trabajos.

Con respecto a la elección de los países que deben ser escena de sus novelas, se guía por una idea que estaba muy lejos de imaginar. Su intención es la de describir la Tierra entera, por lo que va de región en región respetando un orden predeterminado, no volviendo sobre sus pasos, a menos que sea necesario y, cuando lo hace es, de la forma más brevemente posible. Todavía le faltan muchas partes del mundo, y ha estimado el número de historias que deberá escribir para conseguir su objetivo. “¿Tendré tiempo para todas ellas?”, se preguntó sonriendo. Así lo espera, al igual que nosotros, mientras tanto no pierde un solo día. Escribe regularmente dos novelas al año, pero sólo entrega una de ellas a la imprenta, de tal forma que no se junten, con el fin de tener muchas en espera en su gaveta.2 Se acuesta casi todas las noches a eso de las ocho. Se levanta a las cuatro de la mañana, y trabaja hasta el mediodía. Este es su estilo de vida excepto cuando viaja, y así lo continuará haciendo hasta tanto pueda. “Necesito trabajar” -concluyó- “El trabajo se ha convertido en una función vital para mí. Si no trabajo no me siento vivo.”

En ese momento, una sorpresa agradable se produjo: la señora Verne apareció. Imagine una corona de cabellos blancos sobre una cara redonda y rosada, dos grandes ojos claros siempre sonrientes, y una boca llena de bondad y de dulzura, y entonces tendrá el boceto de un retrato. A la sencillez de su marido, le agrega la vivacidad y la gracia, a su franca cordialidad, una ingenuidad en la palabra y el espíritu. Es fácil de creer que sus cabellos son el polvo y que los ligeros signos impresos por los años sobre su faz aún floreciente, son la obra del pincel de un miniaturista para engañar al mundo, y he aquí el retrato completo. Me habló de Italia, recordando la entusiasta bienvenida que le dieron a su marido, en particular en Venecia. “¿Tiene conocimiento” -me dijo- “que iluminaron la fachada del hotel y dibujaron su nombre por debajo de la terraza con linternas?” Contó entonces la historia de un hombre que había encontrado a Verne en Nápoles -y que luego resultó ser un archiduque de Austria- para expresarle su admiración sin decirle que le había enviado desde Viena una de sus admirables obras históricas.3 Dijo esto con un acento de satisfacción y sorpresa como si lo hiciese la esposa de un escritor que apenas emergía de las sombras, haciéndose parte del gran placer inopinado debido al renombre de su marido.

Verne da pruebas de esta misma ignorancia de su propia celebridad cuando me pregunta: “¿Conoce que mis libros se traducen en varios idiomas?” Su esposa, me hace saber además que su esposo es, después de muchos años, concejal municipal de Amiens y que desempeña esta tarea con mucha dedicación.4 Y Verne volvió a hablar sobre el tema en varias ocasiones, queriendo casi mostrar que hablaba más a gusto de administración que de literatura. Además, la señora Verne dudó que fuera reelegido en las próximas elecciones. Y cuando le pregunte, asombrado, la razón por la cual dudaba, respondió con voz baja, tornándose grave: “La marea democrática, querido señor, sube, sube por todas partes”. Luego ambos me describieron la perfecta tranquilidad de su vida provinciana, lo que acabó de develar por completo el trasfondo de sus almas. Sólo baste con mencionar el hecho de que ninguno de los dos ha ido a París desde hace más de ocho años. Su mayor distracción es ir al teatro o a la ópera dos veces por semana, y en esas tardes extraordinarias, para que la fiesta se complete, comen juntos en un hotel ubicado frente al teatro como si fueran dos jóvenes casados en viaje de luna de miel. Las caminatas higiénicas, las pocas visitas, el trabajo en casa, el trabajo literario y la lectura se hacen todos a la hora precisa, como si siguieran un reglamento. ¿Quién hubiera pensado, por un solo instante, que así vivía ese que ha imaginado tantas cosas maravillosas, tantos personajes aficionados a la vida desordenada y tumultuosa, desplazándose de país en país como las golondrinas en busca de hechos imprevistos y de emociones fuertes?

Pero para conocer mejor la bondad y la sencillez que los caracteriza, y para dar una idea de su vida calmada y regular donde el menor detalle se convierte en objeto de curiosidad y de discusiones, es necesario evocar un episodio muy encantador de nuestra conversación que haría un excelente efecto en una comedia, como nota descriptiva de “ambiente”.

Luego de haberme reprochado gentilmente el no haberlos acompañado al desayuno en la mañana, me preguntaron a que restaurante había ido. No recordaba ni su nombre, ni tampoco el de la calle donde está.

- Veamos, ¿qué calle tomó al salir de la estación ferroviaria?

- Tomé tal calle, llegué a un lugar, luego doble a la izquierda.

Entonces, me nombraron diferentes restaurantes, describiendo la identificación, la entrada y sus particularidades, pero ninguno se correspondía con el mío.

- Por tanto... debe ser uno de ellos, entonces, ¿cuál es?

Y discutieron entre ellos: podía ser uno, podía ser el otro; quizás había olvidado algo al decirles las señas.

- ¿Está seguro de que tomó a la izquierda?

- Absolutamente.

- ¿Y cuanto camino había recorrido antes?

Respondí y comenzaron nuevamente su razonamiento.

- ¿Hay, frente al lugar, una botica como esta o como aquella?, ¿dijo que había estado en un gran salón en un primer piso?

- Sí

Pero, era inútil, los otros detalles no coincidían. Se perdían. Se torturaron la mente como ante un acertijo. Querían encontrarlo a cualquier precio. Quizás no estábamos partiendo del mismo punto.

- Pero, ¿recuerda alguna particularidad de ese lugar desde donde partió? -comentó ella.

Así continuó la conversación, sin resultado, algo que visiblemente lamentaban.

- Bueno, después de todo -dijo Verne-, si lo viese, lo podría reconocer, ¿no es así?

- Sin dudas

- Bien, nos lo indicara entonces.

- Y así -añadió su esposa-, el misterio será esclarecido.

Pero todo aquello había sido dicho con una bondad que no sabría explicar. Se pudiera decir que eran un padre y una madre preguntándole a su hijo todos los detalles de su primer viaje para revivir con él todos los momentos vividos en tierras lejanas. Un mes de vida común con ellos no me hubiera hecho tanto penetrar su corazón, ni me hubiera atado a ellos tan afectuosamente como con esta breve conversación que escuchaba sonriendo, con los labios, sin embargo, contraídos por la emoción.

Verne quiso que viéramos toda la casa. Subimos al primer piso.5 Por todas partes reinaba una elegancia simple y austera. No se encontraba en ninguna parte el lujo que podía tener el autor de Los Viajes Extraordinarios al cual solo los derechos de autor de sus obras de teatro basadas en tres de sus novelas le habían aportado un gran ingreso. Su estudio es una habitación singular, pues está destinado a la vez, para el trabajo y el descanso, y es muy pequeño, una especie de cabina del comandante de un navío. En una esquina, frente a una gran ventana, hay una gran mesa de trabajo con un mantel verde, cubierta con libros y mapas ordenados  simétricamente. En la esquina opuesta, un pequeño catre, estrecho y muy bajo, sin adornos, que parecería modesto a un estudiante. Es sobre esta especie de cama militar que duerme Jules Verne, no sé desde cuándo, se acuesta poco después de la puesta del Sol y hasta las primeras horas del día siguiente, tanto en invierno como en verano. La habitación, llena de luz solar, y desde la cual se ven las torres de la famosa catedral, da a un largo y solitario pasillo. Observé con mucha curiosidad algunos de los manuscritos que estaban sobre la mesa. Habían hojas cubiertas de líneas densas, escritas con letras pequeñas, pero firmes y regulares, con muy pocas correcciones. Después de haber obrado con mucho cuidado en la preparación de su trabajo y haber pensado en ello durante mucho tiempo, escribe rápidamente. Allá, la señora Verne me retiene algunos minutos mientras mis hijos entran con Verne en la biblioteca, y aprovecha la ocasión para hacerme en voz baja, de una manera cándida y amigable un ruego que me conmovió: “Trate un poco, señor de persuadir a mi marido de velar más por su salud. Trabaja mucho. Siempre esta allí, allí en su mesa. Rezo por que no se enferme. No vivo tranquila.” Y supe por ella que la salud de Verne se había resentido un poco, unos años antes, por un triste incidente que ignoraba: uno de sus sobrinos, con problemas mentales, lo había atacado sin razón y lo hirió en una pierna con un disparo, por lo cual ha permanecido enfermo durante mucho tiempo. Me parece que me había contado que fue después de ese incidente que vendió el elegante yate con el cual había viajado a Italia, pensando que la necesidad de una vida sin fatiga no le habría permitido hacer nuevos viajes por el mar.6

En la habitación clara y espaciosa que colinda con la de su estudio hay una rica colección de libros de viajes, de ciencia y mapas. En una sección están coleccionadas las traducciones de las obras de Verne, cientos de volúmenes de todos los formatos y en muchos idiomas, entre ellos traducciones al árabe y al japonés, aunque no había traducciones europeas. Luego, nos condujo ante otra biblioteca que contiene todas sus obras en francés. “¡Ochenta volúmenes!” -dijo sonriendo, sacudiendo su cabeza como si hubiera dicho: ¡ochenta años! Estaban dispuestos en orden cronológico y ocupaban una larga fila, formando una franja multicolor, luminosa y gloriosa como una serie de banderas.

¡Cuántos recuerdos volvieron a mí a la vista de todos esos libros, leídos con tanto placer en mi infancia y juventud, y vueltos a buscar tantas veces ya siendo adulto para relajarme o aclarar la mente! ¡Cuántos queridos recuerdos, proyectos de viajes, grandes y extraños sueños que sobrevenían después de mis lecturas, visiones inmensas de bosques, desiertos y océanos, misteriosas soledades interplanetarias y espantosos abismos marinos y terrestres, cataclismos maravillosos y formidables! Resonaron simultáneamente en mi mente los nombres de Nemo, Hatteras, Grant, Strogoff, Robur, Kurtis, de personajes misteriosos y terribles, de inventores de máquinas prodigiosas, de los descubridores de mundos desconocidos, víctimas y héroes de luchas gigantescas con la naturaleza, y vi detrás de ellos a tipos extravagantes, a figuras cómicas, los singulares, ingeniosos y divertidos de todos los países, de Ardán a Paganel, de Kerabán a Picaporte y al filósofo chino de las Tribulaciones, que me habían arrancado muchas carcajadas cuando era joven, y luego la innumerable multitud de personajes secundarios de todas las condiciones y todas las razas, todas marcadas con un trazo de pincel de color rosa, todos conducidos por la rutas de la tierra, del mar y del cielo, a las entrañas del globo y las profundidades submarinas, y los espacios etéreos, a través de miles de aventuras trágicas, fantásticas y agradables, con un final feliz. Todo escrito en un estilo sencillo y placentero, coloreado con un ligero toque de poesía que deja al espíritu la impresión sana de la vida, un deseo de actividad física e intelectual, una envidia de estudiar la naturaleza y de entusiasmarse por la ciencia combativa y determinada, y una idea alta y reconfortante del destino del hombre.

Y me sorprendió nuevamente que todos esos recuerdos hayan salido de la mente de este hombre tan calmado y sencillo, de una vida mesurada, de un lenguaje plácido, y me maravillaba con la extraordinaria popularidad de sus ochenta volúmenes difundidos en el mundo entero, de esas miles de criaturas salidas de su imaginación y grabadas en millones de mentes como si fueran personas vivas y familiares. La sencillez con la que respondió a la expresión de mi pensamiento me pareció aún más admirable y simpática: “Pero, véalo así, esta gran difusión se debe, en gran parte, al hecho que, en mi trabajo, siempre me he propuesto como meta, aún en sacrificio del arte, el no dejar escapar una sola página o una sola frase que no pueda ser leída por los niños, para quienes escribo y a quienes amo”.

Le pedí una fotografía suya, sobre la cual escribió, como diría mi amigo de Turín, el seudónimo de la sociedad colectiva que redactaba sus novelas. Su esposa le comentó que había olvidado la fecha, y le pedí entonces que me escribiera también su autógrafo para tenerlo. Ella sonrió al no entender que lo decía en serio, pero finalmente se animó a escribir, no dejando de sonreír. Entonces salimos de la casa, todos juntos, y a partir de aquel momento Jules Verne era simplemente el concejal de la ciudad de Amiens. Después de haberme hecho visitar, cerca de su casa, un centro ecuestre de propiedad municipal y donde tienen lugar reuniones y fiestas públicas, me dio muchos detalles sobre los trabajos de construcción, las escuelas y la demografía de la villa y me hizo preguntas sobre las administraciones municipales en Italia y me pareció que la sensación de que le hablaba a un concejal de Turín, de vacaciones en la ciudad, le daba placer. A tal punto, que me cuide bien de decirle que mis vacaciones eran perpetuas. Nos dirigimos hacia el centro de la ciudad. Como era domingo, nos encontramos mucha gente. La señora Verne se detenía en ocasiones para intercambiar algunas palabras con personas que conocía, que se asombraban de verla fuera de casa en una hora desacostumbrada en ella y reía con el júbilo de una persona de una salud excepcional; luego se nos unía corriendo. Y cuando se encontraba al lado mío, volvía sobre su anterior pregunta y me hablaba de las raras cualidades del corazón de su marido, insistiendo, como si dudara de que ya estuviese persuadido. “Si supiera como Jules Verne es de bueno y generoso”. “Lo sé” -le respondí-, “y creo que todo el mundo lo sabe”. De hecho, muchos, que, al cruzársenos, hombres y niños de todas las condiciones, lo saludan respetuosamente aun cuando puede haber entre ellos más de un elector que, al saludarlo, haga mentalmente la distinción entre el escritor y el concejal municipal. Fuimos al Hotel de la Villa -ya que habíamos visto la Catedral- y allí, Verne nos hizo visitar la galería de pinturas7 donde advirtiendo conscientemente tomó nota de una observación dubitativa que hice a propósito de un verso de Dante inscrito debajo de un bello cuadro moderno. Luego de esto, nos condujo al salón de deliberaciones y nos contó la historia del hotel acompañado de numerosos detalles administrativos y políticos. En fin, cuando salimos, ambos dijeron casi al mismo tiempo, con el aire de alguien que se acuerda de una curiosidad que aún queda por satisfacer: “Ahora, solo falta que vayamos a ver ese sagrado restaurante”. Y partimos en viaje de exploración.

En el momento en que me detuve en medio de la calle diciendo “Es aquí”, se miraron con aire de sorpresa. “Vaya, vaya... ¡Pero si este es el primer restaurante que le mencionamos!” -me dijeron. “Se ve que aún no comprende la topografía. Finalmente, lo hemos encontrado, el problema está resuelto”.

“Ahora solo falta celebrar el descubrimiento” -agregó Verne, y quiso entrar a beber una cerveza. Pero solo tomó un sorbo, conforme a la regla, pero su esposa se bebió un vaso completo, hablando y bromeando con la jovialidad de una joven muchacha. “¿Sabe que hace ya cuatro o cinco años que no he venido al café?” -me dijo ella. “Aquí, las mujeres no tienen el hábito de venir. Esto es un acontecimiento para mí...” Y al estar sentada delante de una gran ventana que daba a la calle, en algunas ocasiones, cuando alguien pasaba por la acera, al reconocerla, manifestaba su sorpresa y se quitaba el sombrero para saludarla y reía y le decía a su marido: “Fulano pasó, y también mengano. ¡Se sorprendió al verme en el café!” Y Verne parecía divertirse con la jovialidad de su esposa aunque nunca dejó escapar una sola broma, puesto que ninguna había hecho hasta ahora, ni tampoco expresión de hilaridad (apenas una sonrisa breve y comprensiva), ni esa chispa cómica que fluye tan bien en sus libros. Pero, su persona aparecía mejor en esa gentileza sin artificio, todo en su mirada y su voz, ¡con esa benevolencia que escondía pero que trataba de imaginarme! Y los miré a los dos, y a mi mente acudió una impresión que llega a la de todos, esa de revivir en ese instante, sin que nada haya cambiado, un momento de un tiempo pasado. Me pareció -y fue una ilusión tan viva que sentí estupor- haber estado alguna otra vez en Amiens, haber venido con anterioridad a ese café con Jules Verne y su esposa, haberlos conocido en persona desde hace muchos años, y haber vivido durante mucho tiempo en esa apacible casa en su dulce y grata compañía, como un viejo amigo que no tiene nada más que conocer de su corazón y su vida.

Y, bajo las marquesinas de la estación donde tuvieron la gentileza de acompañarnos, les dije con cuánta emoción los dejaba y que guardaría un gran recuerdo de aquel día, y se los dije con ese acento que la elocuencia no encuentra, porque vi humedecerse sus buenos y sonrientes ojos, y mis hijos y yo sentimos en su abrazo todo aquello que pusimos en el nuestro. Y esas dos imágenes se mantuvieron presentes hasta que las mil luces y el alboroto de la estación del Norte nos despertaron como de un bello sueño.



  1. En el momento de la entrevista, Verne tenía 67 años.
  2. La gaveta del buró es, en efecto, el lugar donde Verne dejaba las novelas escritas antes de comenzar a revisarlas. Le habla a Hetzel sobre esto en muchas ocasiones, y por ejemplo, el 29 de diciembre de 1894, en una carta le dice: “¡Acabo de terminar una de las novelas del 98! Bueno, acabada, no, porque aún quedan muchos meses de trabajo. Pero la dejaré reposar, al menos, seis meses”. En 1895, el autor tiene un adelanto de tres a cuatro años por encima de su contrato.
  3. El viaje a Italia ocurrió en 1884 y es en Nápoles que Verne se encuentra con el archiduque Louis-Salvator de Habsbourg. Su obra sobre las islas Baleares será citada en Clovis Dardentor (1896). Su hermano, Jean-Salvator, renunció a sus rangos y a sus títulos en 1889, después del drama de Mayerling y abandonó Austria bajo el nombre de Jean Orth. Desapareció en un naufragio en agosto de 1890 en los arrecifes del cabo de Hornos. Su curioso destino es, sin dudas, el origen del personaje del Kaw-Djer en En Magallanie que Verne elabora entre 1890 y 1891, escribe entre 1897 y 1898, revisa entre 1903 y 1904, y se publica en 1909, con el nombre de Los náufragos del “Jonathan”, en una versión modificada por su hijo Michel Verne.
  4. Verne fue elegido concejal municipal desde 1888.
  5. Es en el segundo piso que están situados la oficina y la biblioteca de Verne.
  6. En realidad, fue el 9 de marzo de 1886 que Gaston Verne, en medio de una crisis de paranoia, hiere a su tío con una bala de revólver. Pero, Verne había vendido su yate un mes antes, el 15 de febrero de 1886, sin dudas, por razones financieras.
  7. Las pinturas del Hotel de la Villa fueron objeto de una intervención de Jules Verne al Concejo Municipal en su sesión del 13 de mayo de 1891. Allí trató el problema de su eventual transferencia al Museo.

JV.Gilead.org.il
Translation Copyright © 2006 Cristian Tello De La Cruz and Ariel Pérez
Copyright © Zvi Har'El
$Date: 2007/12/27 09:15:58 $